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Cómo sostener adolescentes en riesgo social. Cómo resolver conflictos en escuelas. Cómo evitar intermediarios en la producción rural. Tres proyectos argentinos que resultaron “exitosos”.

Por Soledad Vallejos
Desde San Diego, California

¿Qué podrían tener en común una docente de Bariloche, un campesino de la Quebrada de Humahuaca, una abogada de La Plata? Haberse convencido de que una idea descabellada podía marcar la diferencia, y de inmediato haber contagiado a otros. Haber construido, con eso, un pequeño mundo capaz de cambiar vidas de personas con nombre y apellido. También haber tenido infinidad de problemas en el camino, tal vez tenerlos todavía hoy, pero de todas maneras haber visto que la idea sobrevivía; que todavía está en marcha. Por eso, y porque el tiempo les dio la razón, también comparten la paciencia para contar qué pasó. Las coincidencias hicieron tan visibles sus ideas que, en años diferentes, la Cepal (Comisión Económica para América Latina) las premió en el concurso “Experiencias en Innovación Social”, y ahora, al momento de evaluar cinco años de proyectos distinguidos en la región, sigue refiriéndolas como ejemplos.

Durante toda la semana, en el inmenso campus de la Universidad de California, San Diego, los auditorios del Instituto de las Américas albergaron el seminario que consideró algunos de los proyectos, sus impactos, fortalezas y futuros. En compañía de responsables de áreas del Estado algunas veces, de representantes de organismos internacionales y expertos otras, quienes vivieron los proyectos por dentro dieron detalles de las experiencias, desbrozadas en cuánto pueden tener de replicable, sostenible en el tiempo y capaces de volverse política pública.

En cinco años del concurso se presentaron poco menos de cinco mil proyectos activos. De Brasil, Colombia y Argentina llegaron casi la mitad; de Chile, México y Perú algo más de mil trescientos. Pero siete de las veinticinco experiencias ganadoras fueron brasileñas y cinco argentinas. Las Abuelas Cuentacuentos, que la Fundación Mempo Giardinelli lleva adelante en el Chaco (www.abuelascuentacuentos.org.ar), y el programa de aprendizaje “desde la escuela tradicional hacia la interculturalidad” que implementa en Tilcara la Escuela Normal Dr. Eduardo Casanova se suman a las tres experiencias que sus protagonistas compartieron con Página/12.

Lecciones para inventarse el mundo

La abogada Verónica Canale dejó hace 21 años “la profesión libre” para sumarse al Poder Judicial bonaerense, cuya Procuración General le había hecho una promesa nada menor: que iba a poder marcar alguna diferencia. Pero sus hitos no son tanto esos pases como momentos con nombres y apellidos que resguarda. Dice, sin embargo, que esas inflexiones “casi siempre han sido cuestiones que podrían haber sido vergonzantes para mí”, pero “sé que estoy aprendiendo todavía y que el cambio es lo único que se mantiene permanente en el Sistema de Sostén para Adolescentes Tutelados”, que ayuda a que, aun en situaciones de conflicto con la ley, chicas y chicos puedan diseñarse proyectos de vida, y lograrlos. ¿Cómo? Facilitando que alguien, designado como acompañante, lo ayude a descubrir un repertorio de opciones, luego de que un equipo interdisciplinario (profesionales de psicología, trabajo social, y el derecho) dé el visto bueno.

El desafío es que en dos, tres años, de acuerdo con el caso y sirviéndose también de una beca modesta pero suficiente para tener suelo firme que pisar, dejen atrás aquello que les generó conflicto con la ley “y les hizo mal” y estudien, consigan un trabajo, un grupo de amistades, una “red de apoyo de al menos veinte personas, que es lo que necesita una persona para vivir según nuestra sociedad”, una pareja: un plan de vida propio y a su gusto. La elección es propia; “el Sistema” sólo funciona a partir de la noción de inclusión social. “Y con eso ya cambia la perspectiva, porque la inclusión supone incluir al otro con todas sus diferencias”.

El club de la no pelea

En 1997, en Bariloche un adolescente baleó a un compañero en la puerta de la escuela. El impacto en la ciudad, que desde los ‘80 veía transformarse su dinámica social de manera permanente por la afluencia de migraciones, fue inmediato contundente. Sólo unos meses después comenzaban las actividades de la Fundación Alternativa Social y Educativa, el punto de encuentro entre tres docentes del lugar decididas a desactivar la violencia escolar a partir de lo más sencillo: ponerse en el lugar del otro y servirse de la palabra. La impulsora, Ana Marticorena, murió en 2005, tras un cáncer fulminante, pero la formación de adolescentes en mediación, prevención y resolución de conflictos sigue adelante: hoy todas las secundarias públicas de Bariloche aplican el programa.

Todo comienza con la pregunta por los enfrentamientos, cuando chicos y chicas deciden, voluntariamente, anotarse para las capacitaciones que, durante una semana, pueden realizar en la propia escuela y a contraturno. “Ponen el cuerpo, hacen role playing, escenifican un conflicto para que una tercera persona y un grupo, sus pares, puedan entender desde su propia experiencia lo que hablamos desde la teoría”, explica María Gutiérrez Arana, de la Fundación. En ese poner el cuerpo, la referencia es inmediata: “Trabajamos mucho con la dinámica de la educación popular”.

Puesto frente a una dramatización, exterior de manera absoluta a todo cuanto pasa en ese conflicto simulado a partir de premisas no necesariamente irreales, el grupo construye otra perspectiva. “Cada uno de los chicos, al estar desde afuera, nota claramente cómo algo se polariza y la situación se rigidiza. Cómo parte del conflicto comienza al no escuchar al otro. En la capacitación se trabaja mucho la cuestión de la mirada, de poder escuchar al otro, verlo, escuchar en silencio. Hay que fomentar esta capacidad de poder redefinir lo que a uno le está pasando, qué le genera a uno lo que el otro le está diciendo. Entonces trabajamos cómo se entiende el conflicto y cuáles son los posibles mecanismos para poder desentrañarlo. Y una vez que se desentraña, cuáles son las herramientas que facilitan la construcción de una resolución.”

En Bariloche, cada escuela guarda un cuaderno especial: allí se registran los nombres de quienes se formaron para prevenir y mediar, en qué ocasiones intervinieron y por qué, qué pasó luego. Con el tiempo, esas anotaciones podrían convertirse en mapas de noticias que no fueron, y en el diario íntimo de cómo una tarea algo invisible tiene el potencial para impactar en la sociedad.

“Si los chicos pueden estar en un lugar más contenido y de formación, que vendría a ser la escuela, esto también les da herramientas que llevar a sus hogares para poder entender la realidad desde otra manera. Poder entenderla de manera más coyuntural y no sólo como si les estuviera pasando determinada cosa a ellos de manera exclusiva” como podría pasar en contextos de crisis.

“Si los chicos adquieren herramientas para la resolución pacífica del conflicto, esto es lo que empiezan a llevar al resto de sus vidas: salir de la dicotomía de buscar quién es el responsable de lo que me está pasando, porque también eso te inhabilita para ser protagonista de tu propia vida, al haber un otro responsable de lo que a vos te pasa. Lo bueno de cambiar de perspectiva es que los chicos y las chicas pueden tener autonomía, y transferir esas herramientas a otro, tal vez hasta sin querer.”

La unión y la fuerza

“Trabajamos en unión para tener algo lindo para nuestra Quebrada”, dice Salomón Zerpa, coquetísimo anciano jujeño de pañuelo al cuello y piel curtida, cerca del Océano y lejos de las alturas de Humahuaca, donde transcurren las escenas de las fotos que, a sus espaldas, muestran el día a día de una cooperativa nacida hace quince años “para que los intermediarios no se aprovechen de nosotros”. Al principio, en 1996, eran pocas familias, hoy la Cooperativa Agropecuaria Artesanal Unión Quebrada y Valles (C.A.U.Que.Va.) tiene 158 socios, un sistema de banco de semillas, conexiones con centros de comercialización y una planta en la que se procesan productos codiciados por los mercados orgánicos extranjeros, como papas andinas (hechas puré y precocidas), kiwicha, quinoa.

En el principio, fue un camión: el transporte entre la finca y el lugar de venta de los productos establecía las reglas del juego a las familias productoras, deformaba los precios y se quedaba con diferencias sustanciosas, demoraba las llegadas al punto de venta y podía hacer que la mercadería se echara a perder. “Siempre fuimos pequeños productores. Una hectárea, media hectárea, un cuarto de hectárea: es algo familiar. No teníamos fuerza, los intermediarios se llevaban lo mejor de la producción, imponían precios. Nunca teníamos beneficios.” Entonces, buscando desde la Quebrada, algunos productores lograron contactar cooperativas de otras zonas del país: cuanto dato les llegó, lo absorbieron y diseñaron su propia estrategia.

Ahora se encargan de producir, transportar “porque tenemos los vehículos de la Cooperativa”, comercializar y repartir los ingresos en partes iguales; gestionan su propio sistema de créditos de semillas e insumos necesarios para producir; llevar las cuentas, que siempre permanecen a disposición de todos los socios. “Cada cosa en su lugar”, dice Zerpa, que también se enorgullece porque la idea sigue creciendo todavía hoy. “Tenemos socios nuevos, son de la Puna. Se anoticiaron, llegaron a la Cooperativa y se hicieron socios.”

www.pagina12.com.ar 21/11/10