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Señor Sinay: "Tan joven y tan viejo, como el más joven y más viejo de la aldea." Parafraseando a Rabindranath Tagore, me enternece la magia de su vocabulario para adaptarla a mis cercanos 90 años, que deciden comenzar a blanquear mis cabellos. La magia reside en el espíritu, que me mantiene atenta, sana, creyente, optimista, rodeada de afectos para no renunciar a mis actividades culturales, disfrutar de mis hijos, nietos, amistades, reuniones sociales, viajes y, por qué no, estudios universitarios, como el que cursé hace dos años sobre Escritura Creativa, con un profesor excelente, Alejandro Tloupakis, y compañeros jóvenes que me permitieron ser una alumna más con título de Maestra. En el mundo no todo está perdido y la juventud debe dar cuenta de ello.

Nelida Perez Giacomotti

El 22 de marzo de 1832, cuando tenía 82 años, murió en Weimar, Alemania, el poeta, novelista y dramaturgo Johann Wolfgang von Goethe. Su salud era precaria desde hacía largo tiempo y los médicos se asombraban, a pesar de ello, de su resistencia y su constancia. Desde hacía siete años Goethe trabajaba cada día, incansablemente, en la segunda parte de su Doctor Fausto, obra cumbre de la literatura universal, impresionante legado artístico, filosófico y moral. Había publicado la primera parte en 1807 y sentía que su trabajo estaría incompleto sin la segunda. Goethe ya había dado otras joyas, como El joven Werther y Las afinidades electivas. Cuando le decían que debía cuidarse y trabajar menos, él respondía que, al contrario, debía trabajar más, consumar su obra. En enero de 1832 terminó y firmó el manuscrito. Dos meses más tarde, con la misión cumplida, murió. El propósito de terminar su Fausto le permitió vivir a Goethe más allá de sus posibilidades biológicas. No fue una simple sobrevivencia, no fue durar ni transcurrir. Fue vivir. Había un sentido en hacerlo, un para qué.

En una de las charlas radiales que semanalmente dio en Viena entre 1951 y 1955, el médico y filósofo Víktor Frankl (también longevo, murió a los 95 años tras una vida plena de sentido) sostuvo que "lo importante no es que uno sea joven o viejo; lo decisivo es si su tiempo y su conciencia tienen un objeto, al que esa persona se entrega, y si ella misma tiene la sensación de vivir una existencia valiosa y digna de ser vivida, si es capaz de realizarse interiormente tenga la edad que tenga". Una actividad, valores que la apuntalen y la actitud de responder ante las situaciones de la vida, son, decía Frankl, las razones del sentido. Y éste, edad aparte, despunta cuando se siente que se vive para algo o para alguien.

De esto nos habla nuestra amiga Nélida, entregada al sentido de este momento de su vida. Una actitud que emociona y reconforta en tiempos de juvenismo obsesivo, de desesperación por detener el tiempo y permanecer joven a cualquier costo (o con costos como los que pagó el doctor Fausto, vendiendo su alma al diablo), aunque no se tenga un para qué, ya que la juventud no es un valor en sí mismo, sino apenas un tramo de la vida. Estancarse en ese tramo impide la propia evolución, completar el ciclo de la propia existencia y explorar el sentido de la misma.

En La menopausia masculina, un libro que todo hombre que pasó la mitad de la vida haría bien en leer, el psicoterapeuta Jed Diamond, su autor, cuenta algo que le dijo su amigo Joseph Jastrab, un maduro guía forestal: "La imagen de un árbol joven y verde creciendo de la rama de un árbol viejo me hace pensar. Soy el árbol joven que creció gracias a la existencia de quienes me precedieron y soy también el árbol viejo para aquellos cuyo verde es un poco más pálido que el mío. ¿Qué aproveché de toda la vida que hubo antes de mí? ¿Qué tengo para dar a los que aún no han nacido?" En el silencio, en la pausa entre esas dos preguntas, se dice Jastrab, anida la verdad de su ser, el sentido de su vida. La frase del poeta bengalí Rabindranath Tagore (Premio Nobel 1913) que cita Nélida define la integridad de una vejez a la que alguien llega sin sentirse traicionado por la vida, sin saltear etapas, viviendo cada una de ellas. Quienes afrontan la existencia sin intentar trampear al tiempo (trampa, por lo demás, imposible) suelen sentirse tan jóvenes y tan viejos como los más jóvenes y los más viejos de la aldea. No se limitan a un único tiempo de su vida. Están hechos de todas sus edades. Y del punto en donde éstas se amalgaman suelen brotar nuevas tareas a completar y sentidos a cumplir.

www.lanacion.com.ar 06/02/11