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Por Mónica Simari *

El hecho de que una persona tenga una discapacidad no le impide desarrollar su sexualidad, de acuerdo con sus posibilidades reales y psicológicas. Para este desarrollo, el sujeto discapacitado encuentra la mayor dificultad en el entorno familiar. Así, cuando se lo ubica como un “bebé eterno”: si es un bebé, no tiene sexualidad. Esto, que opera en el inconsciente de ciertos padres, lleva a negar cualquier intento de libidinizar el cuerpo del niño.

Desde el imaginario social, se han estimulado fantasías tales como que los niños con síndrome de Down o cualquier otra discapacidad intelectual pasarán a ser objeto de abuso sexual por parte de un adulto o que ellos mismos serían portadores de una sexualidad desenfrenada. Alfredo Jerusalinsky (Psicoanálisis en problemas del desarrollo infantil, ed. Nueva Visión, 1988) explica que “la contención de los impulsos sexuales no depende de la inteligencia sino de los procesos de identificación y simbolización, y para que estos últimos ocurran resulta suficiente una inteligencia intuitiva. Además de tanto insistir en el temor, el hijo acaba por temer aquello que horroriza a los padres”.

El discapacitado se enfrenta a sus propias limitaciones e inhibiciones y a la censura social, pero también a sus propios deseos, los cuales no siempre pueden ser vehiculizados. Se suma a esto la desinformación que existe sobre este tema, que hace que el sujeto se encuentre en un círculo sin salida o de muy difícil resolución. Pero, como refiere Jerusalinsky: “El deficiente mental no puede quedar totalmente excluido a priori de este proceso, a menos que se pretenda dejarlo excluido de la condición de persona, y de toda circulación social.”

Posibilitarle el desarrollo de su sexualidad implica también el derecho a su libre elección de pareja. Hay familiares que inducen al adolescente discapacitado a una relación sexual, llevándolo a un prostíbulo para que “se descarguen”. Esto implica un daño psicológico para el sujeto, ya que la necesidad surge del otro, del adulto, generalmente el padre, quien se escuda en que esta actitud servirá para que el hijo “se haga macho”.

Por otra parte, la edad cronológica no siempre coincide con la mental. Muchas veces el discapacitado mental se acerca al compañero sólo para buscar un contacto afectivo: tocar al otro puede ser una forma de descubrir las diferencias de sexos, de reconocer su propio cuerpo y el del otro, o simplemente una búsqueda de caricias.

Desde la familia, a veces se agrega el temor de que el hijo elija como pareja a otro discapacitado, temiendo que en un futuro deberán “cuidar a dos enfermos”. Pero, si la elección se centra en un compañero “sano”, temerán que éste termine traicionando o abandonando al hijo.

Cuando la discapacidad se adquiere en la adolescencia o en la adultez, es fundamental que el sujeto pueda elaborar el duelo por la parte o función perdida de su cuerpo. Si la discapacidad se produce a posteriori de la elección de pareja, lo que suceda dependerá del vínculo existente. Será necesario reacomodarse, intentando nuevas búsquedas de placer. Muchas veces, cuando la discapacidad se produce en el hombre, la mujer toma a éste como a un hijo, aflorando el mito del “bebé eterno” que necesita cuidados.

* Titular de Psicología Diferencial en la Universidad Abierta Interamericana.

www.pagina12.com.ar 7/02/02