Imprimir

Victoria es la madre de Joaquín, un chico de tres años que padece un trastorno de conducta generalizado (TGD). En su caso, se trata de un autismo leve, que se manifiesta en sus dificultades para entender los códigos sociales y la distancia que mantiene de sus emociones. Es inteligente, su nivel cognitivo es normal, pero es hiperactivo y tiene fijaciones e intereses que no son propios de la edad. Hoy, uno de cada 150 niños nacen con TGD. Cada vez hay más. Y aún no se sabe bien por qué.

El año último, los padres de Joaquín buscaron un jardín de infantes para inscribir a su hijo. Por prescripción médica, debía ser uno normal, abierto a la integración. No lo encontraron. Recorrieron 18 colegios de la zona norte de Buenos Aires. Una y otra vez, las puertas se cerraron con la misma respuesta: "Nos encantaría recibirlo, pero no estamos preparados".

Sus papás -afirman- tampoco lo están. Ni estuvieron preparados cuando escucharon por primera vez, de boca de un especialista, el duro diagnóstico de su hijo. Sin embargo, con amor y paciencia fueron aprendiendo a tratarlo, a criarlo y a estimularlo. "Nuestro hijo es inteligente, bueno, educado, lleno de vida. No lo marginen", pide, desesperada, su madre.

La realidad de Victoria, lamentablemente, la sufren hoy muchos matrimonios. Son tan pocos los colegios que cuentan con un buen proyecto de integración que muchas veces los especialistas de la salud aconsejan a los padres ocultar el diagnóstico de estos niños. "Una vez que esté dentro de la institución encontrarán la manera de acompañarlo", les dicen. O sea: les queda mentir. Tremendo.

La desintegración escolar es real. La sufren los que no tienen más remedio que mandar a sus hijos a escuelas de baja calidad. Como ya se sabe, en la Argentina de hoy hay escuelas pobres para chicos pobres y escuelas ricas (en recursos didácticos y capacitación docente) para niños ricos. Lejos estamos de alcanzar la tan ansiada integración o ascenso social a través de la única institución capaz de lograrla: la escuela pública.

En el ámbito privado, no se descuida al pobre, pero se margina al diferente. Son pocos los colegios que se embarcan en sólidos proyectos de integración (sobre todo de tipo conductual, no motora o sensorial). Es cierto que no todos pueden ni deben hacerlo. Pero en educación todavía faltan autoridades estatales, directivos, maestros e incluso padres que estén dispuestos a abrirse a lo nuevo y diferente, aquello que desafía el statu quo. La burocracia estatal no colabora, está claro. Pero igualmente existe la tendencia a trabajar igual que siempre. Falta flexibilidad.

¿Están demasiado agobiados los docentes y directivos para ocuparse de quienes necesitan educarse a otro ritmo? ¿No hay tiempo para abocarse a los "más lentos"?

Aquellos niños que nacen con trastornos de conducta leves o moderados, con TGD, con ADD, o simplemente con necesidad de repetir el año por cuestiones de madurez, a veces están condenados al ostracismo. No encuentran vacantes en nuestras aulas. Y las necesitan hoy. No pueden esperar que la estructura escolar reaccione.

En épocas de globalización mundial, parece que aún no hemos comprendido que los tiempos requieren afianzar una cultura de la apertura, la tolerancia y de la diversidad. La instrucción en masa, igual para todos, es una falacia. Aunque nos obstinemos en aferrarnos a ella.

Los colegios privados que realizan día tras día una satisfactoria integración escolar se arriesgaron a emprender una tarea distinta de la que venían haciendo. Dieron el salto. Bravo. Se tomaron el trabajo de capacitarse para poder brindar una mejor educación a todos. Allí está la clave: en educar a todos, no a unos cuantos niños iguales, "normales".

¿Cómo puede sentirse una madre de un niño autista cuando el colegio le cierra la puerta? "Son chicos con nombre y apellido, con una familia, con un corazón que late. Viven. Sin embargo, no encuentran un lugar", responde una de ellas.

¿Por qué? Quizá valga la pena bucear en nuestro interior para encontrar la raíz del problema. Los padres de estos chicos no buscan un colegio que sepa qué hacer. A veces ni siquiera ellos lo saben. Buscan, más bien, una escuela que los reciba y que esté dispuesta a caminar. Con la mente y el corazón abiertos.

Los niños son nuestros mejores maestros. Ellos se abren naturalmente a la diversidad. Exploran el mundo con ojos llenos de curiosidad, frescura y amor. No les viciemos la mirada.

© LA NACION
www.lanacion.com.ar 19/04/10