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Hay personas que se presentan como padres, o madres, pero cuyas actitudes en realidad son de niños, y aun a veces sus propios niños deben hacer de padres para ellos: envase de padre, contenido de niño. A partir de la distinción entre “envase” y “contenido”, la autora aborda conflictos familiares y examina los mandatos vinculados con el género.

Por María Cristina Ravazzola *

Una señora consulta a un equipo hospitalario de psicoterapia porque su marido la golpea. En la primera entrevista, el marido, que está también presente, se muestra colérico y amenazante. Para las entrevistas siguientes, las terapeutas (dos mujeres) citan sólo a la señora, que así queda señalada como quien necesita tratamiento. Cuando la supervisora les pregunta acerca de esa decisión, las terapeutas contestan que, ahora se dan cuenta, las actitudes del marido les habían despertado miedo. Sin embargo, en caso de haber invitado al marido, las terapeutas, ante la posible actitud colérica y amenazante del señor, contarían con la presencia cercana de personas que las podrían ayudar; ellas mismas son dos y se encuentran en un ámbito público, protegidas. Son conscientes ahora de haber experimentado miedo, pero en ese momento no pudieron tomar esto como un dato para conversar con sus pacientes ni elaborar una estrategia con sus colegas del hospital, a quienes podrían acudir si lo necesitaban. Este ejemplo da una idea de las trampas que anestesian a las personas que intervienen en estas situaciones. Ese malestar hubiera sido una información importante, que podía haber legitimado la misma emoción en la señora que acudió a pedir ayuda. Pero la anestesia de las terapeutas quedó al servicio del circuito invisibilizador y minimizador de la violencia doméstica.

Veamos otro ejemplo. Sofía, de 28 años, concurre, enviada por la escuela de sus hijas, para recibir ayuda terapéutica, dado que desde hace unos tres meses se siente muy inestable con sus hijas y hasta ha llegado a castigar una vez a la mayor, Lucía, con un cable. Nos relata que hace dos días ha vuelto Emilio, su marido, a la casilla en que ella vive con sus hijas. El viene de pasar tres años en prisión, luego de haber asesinado al marido de una mujer de quien él era amante. Sofía cuenta que, antes de estar Emilio preso, varias veces ella había intentado separarse pero no lo hizo porque él amenazaba con sacarle la tenencia de las nenas. Ahora que él ha vuelto, y en realidad desde que ella se enteró, hace unos meses, de que lo iban a soltar, se siente muy asustada.

Durante estos últimos tres años, Sofía ha estado llevando las nenas a la cárcel para que no perdieran contacto con su papá, pensando que ellas lo quieren y lo necesitan, ya que “un padre siempre es muy importante para sus hijos”. En el equipo de terapeutas, en su mayoría terapeutas familiares, se debate largamente sobre si sería bueno citar a Emilio, el padre, quien podría estar preocupado por el maltrato de la madre a la nena, así como también cuál puede ser, en el contexto de un barrio de emergencia, la importancia de la presencia de un hombre en la casa para la seguridad de la mujer y las nenas, que habían estado solas durante tres años. Sofía declara sentirse ahora muy confundida, ya que una hermana le dice que debe darle a él otra oportunidad, mientras que otra hermana le sugiere que él parece no haberlas tenido en cuenta ni a ella ni a las hijas cuando se enredó con la otra mujer y terminó matando al marido.

En este ejemplo, la anestesia circula alrededor de la significación que tanto Sofía como el equipo terapéutico dan a la imagen de padre. Dado que esa imagen se liga a la necesidad de protección, amparo, límites a desbordes, cuidado de los peligros de afuera que pueden amenazar a esta señora y a sus hijitas, los terapeutas y la señora se preocupan por respetar y aun fabricar para este hombre un lugar social de padre que él mismo ni produjo ni sostuvo.

La expectativa social acerca de un rol, es decir, la función esperada desde la cultura (que yo llamo metafóricamente: el envase) configura un espacio de ilusión que, a veces, como en este caso, va más allá de las conductas reales y concretas (metafóricamente: el contenido) de ese rol por parte de la persona a la que se le adjudica.

En los hechos, esta señora, Sofía, ha estado ella misma jugando ese rol (mal llamado de padre) de cuidar y poner límites, durante los últimos tres años y quizá por más tiempo. Pero el espacio ilusorio se mantiene mientras opera una anestesiante confusión entre contenido y envase. Ella, desde el envase de madre, jugó por ese tiempo los dos roles. Si los terapeutas también se confunden y creen que el contenido de cuidado y límites corresponde exclusivamente al envase de padre, no ayudan a Sofía, porque suponen que ella y sus hijas necesitan ahora, para organizarse, de acciones por parte de él, el padre, que en los hechos nunca ejerció. Si pudieran salir de esa trampa de los supuestos sobre la necesidad de la presencia de ese padre en el sistema familiar, los terapeutas podrían ayudar a Sofía a valorizar todo lo que pudo hacer sola, a examinar sus pensamientos cuando ella se desbordó con su hijita y a implementar recursos propios para autocontenerse y ejercer sin violencia su autoridad de madre, entendiéndose su malestar y preocupación al saber que desaparecía la contención social que frenaba las acciones irresponsables y delincuenciales de su esposo y que ahora, con él fuera de la cárcel, ella, con relación a él, tenía que resolver lo que había postergado durante tres años.

Para otro ejemplo de los cambios positivos que se operan cuando dejamos de cultivar la ilusión del valor de los envases, suponiendo que siempre se corresponden con el contenido, y nos conectamos con cada persona y sus conductas, quiero relatar un proceso terapéutico en el que la consultante es una asistente social de una institución de ayuda a familias con hijos de edad escolar, pertenecientes a una comunidad de la ciudad de Buenos Aires. La asistente social, Nora, concurre a la entrevista con tres niños, Juan, Daniel y Paula, que viven durante la semana en la institución. También concurre Jaime, su padre. Los niños habitan un barrio periférico, al que vuelven los fines de semana. Jaime, el padre, durante la semana duerme en casa de sus propios padres, en la capital. La madre de los niños murió de cáncer hace dos años, y era ella quien había criado sola a estos chicos ya que, por ser ella de condición social muy humilde, siempre fue rechazada por los padres de Jaime, quienes nunca reconocieron a estos niños como sus nietos.

En la primera entrevista, una imagen inesperada: Jaime juega con los dos más chicos, busca la aprobación de Nora y ser escuchado en sus propios diversos problemas; entre otros, que tiene miedo, los fines de semana, de ir a la casita del barrio donde están los hijos, porque una vez fue asaltado y golpeado. En contraste, Juan, el hijo mayor (10 años), se muestra preocupado y enojado por los problemas que Daniel (7) y Paula (8) generan en la institución, motivo de la consulta. Mientras Daniel y Paula aseguran al padre que pueden ir a buscarlo a la estación para que él vaya a la casa a acompañarlos sin que tenga tanto miedo, los terapeutas y Nora hacen un lugar a Jaime, esperando que éste exprese algo desde su lugar de padre, pero se frustran escuchando hasta el final discursos en los que él hace sólo pedidos y reclamos para sí mismo.

Se hace evidente que este envase de padre contiene más bien un niño, indefenso y demandante, al cual estos hermanitos carenciados cuidan y apoyan, mientras uno de ellos, en envase de niño, en los hechos desarrolla conductas de un verdadero adulto que, junto con la asistente social, se hace cargo de asumir las responsabilidades parentales. Estas conciencias se hacen evidentes cuando uno de los terapeutas, usando una técnica psicodramática, pone a Jaime sobre la falda de Juan, como si fuera un bebé (se queda quieto y cómodo) mientras Juan, sorprendido y esforzado, lo sostiene. Con esta escena cambian las acciones de los terapeutas, ya no más interesados en encontrar conductas de padre en Jaime, sino en ayudar a quienes se hacen cargo de las funciones de cuidado: los hijos y la asistente social.

El siguiente ejemplo se refiere a una señora, Clara, de 56 años, que procura ayuda terapéutica a partir de una depresión intensa. Cuenta que está así desde que, a partir de la última escalada hiperinflacionaria en la Argentina, el marido, dueño y titular del laboratorio químico en que ambos trabajaban, le propuso que ella dejara de trabajar y fuese reemplazada por uno de sus hijos, que estudiaba la licenciatura en química y estaba a su vez buscando trabajo, que no era fácil conseguir. Ella en principio aceptó porque lo veía razonable, pero a poco andar percibió que no estaba acostumbrada, después de 20 años, a que el marido decidiera sobre el dinero que le daba o no para los gastos de ella y de la casa. Tampoco veía bien que el hijo tuviera más autoridad que ella “porque él ahora trabaja y gana”. Ella quiso retomar su lugar en el laboratorio pero, para su gran asombro, no sólo su marido y su hijo no lo aceptaron, sino que la definieron a ella como problemática, “menopáusica”, quejosa, molesta, inadaptada a los cambios y a los crecimientos.

Como Clara se sabía idónea en la tarea que había desempeñado durante años, aunque sin título académico, salió a buscar trabajo en el ramo. Se encontró con que no tenía ninguna constancia, currículum, título, ni papeles que acreditaran su experiencia y su idoneidad. En el mundo de las transacciones laborales su trabajo no tenía ninguna certificación que lo validara, y el marido se negaba a ayudarla porque, desde su criterio, la veía mal y no quería que ella volviera a trabajar, ya que la economía del hogar no lo necesitaba.

Clara descubre entonces que ella había hecho el trabajo de apuntalar y auxiliar a su marido. Está desesperada y consulta a terapeutas que interpretan su malestar como relativo a un momento de su ciclo vital y familiar (el llamado “nido vacío”), en lugar de relacionarlo con el diario conflicto de sentir la evidencia, antes oculta, de su lugar de subordinación, que aparece una vez quitada la dosis permanente de anestesia que le había significado el supuesto prestigio proveniente de su actividad laboral. Su identidad está en crisis, sus ilusiones acerca de su propia imagen también. La imagen de su marido y la expectativa de igualdad y reciprocidad en relación con él se han caído.

Clara necesita ayuda para evaluar, ahora sin velos, los supuestos acerca de sí misma como perteneciente al mundo público laboral a través de su concreto y eficiente trabajo en el laboratorio. Le hicieron creer, y ella fue partícipe de esa creencia, que ella y su marido eran socios igualitarios; que lo que ella hacía para el prestigio y crecimiento del producto común, lo que ella ponía de sí misma, tenía el mismo reconocimiento y el mismo premio para los dos; que ambos gozaban de igual autonomía y poder de decisión. Anestesiada, no vio la realidad de su inversión, y ahora siente que es prescindible, que ha perdido todo: trabajo, dinero (ya que el que ganó lo gastaba en la casa, sabiendo que contaba con sus próximos ingresos y con lo que producía el laboratorio, del que ahora disponen el marido y el hijo) e ilusiones. Creyó ser socia de un staff empresarial y anestesió toda percepción que le indicara que en realidad ella cumplía con el mandato de apoyar y realzar al “verdadero” trabajador y dueño que era su marido. Se sintió parte de un “nosotros” que no la incluyó en la medida de su expectativa. “Nuestro” laboratorio, “nuestro” dinero, “nuestro” proyecto común dejó invisible la ilegitimidad de su trabajo diario y la concreta desposesión que tenía lugar. Ahora debe afrontar su despojo, y encarar su posibilidad de rescate y afirmación desde donde realmente quedó. Si se siente entendida en el dolor por sus pérdidas, y no rotulada como “desviada de la normalidad”, puede empezar a defender lo suyo, reubicándose en sus relaciones familiares y rescatando sus propios valores y proyectos.

“Personas enredadas”

En los programas de acción terapéutica nos proponemos introducir una lógica y acciones tales que amplíen y problematicen las creencias que se correlacionan con las conductas de las personas, consideradas en sus sistemas sociales de referencia. Para esto incluimos las diferencias de género como un factor determinante, con implicancias contextuales específicas. La expectativa es que, a partir de estas nuevas conciencias, logradas a través de conversaciones colaborativas que incluyen ejercicios corporales, las personas enredadas en conductas que no desean puedan visualizar alternativas de solución a sus problemas y tomar nuevas decisiones. Esta perspectiva puede examinarse en varios textos: “De intervenciones de expertos a conversaciones colaborativas en la búsqueda de relaciones más democráticas en familias e instituciones”, de M. C. Ravazzola (revista Perspectivas Sistémicas, octubre de 2003); “La comunicación terapéutica como relación”, de Kenneth Gergen (revista Sistemas Familiares, 2005); “Afrontamiento de crisis y conflictos: una perspectiva generativa”, de Dora Fried Schnitman (Sistemas Familiares, 2005).

Proponemos poner entre paréntesis los conceptos diagnósticos y técnicos que derivan de la psiquiatría, el psicoanálisis y otras teorías psicológicas, para poner centralmente nuestra mirada sobre los hechos y transacciones de la vida cotidiana. Nos interesa examinar la serie de conductas y negociaciones que producimos y aceptamos permanentemente todos los días, y cómo nos sentimos en las interacciones en las que participamos. Desde nuestro punto de vista estas transacciones cotidianas, sus supuestos y sus efectos son el eje clave del bienestar, el malestar y los estados psicofísicosociales que llamamos salud-enfermedad. Por lo tanto nos parece muy importante revisar los supuestos de salud y enfermedad con los que operamos nosotros y quienes nos consultan.

Nuestra cultura prescribe continuamente las conductas que considera adecuadas para las personas: conductas distintas según se trate de varones o de mujeres y según la clase social, raza o edad. La distinción en la que acá nos concentramos es la que señala cómo debemos comportarnos si somos mujeres y cómo debemos hacerlo si somos varones, y las implicancias valorativas de tales distinciones y sus consecuencias.

Los mandatos cotidianos que recibimos las mujeres nos inducen y entrenan hacia: responder a las necesidades y a los deseos de otros antes que a los de nosotras mismas; conocer y reconocer las señales de tales necesidades y deseos en los otros, sin entrenarnos igualmente en el reconocimiento de las señales correspondientes a las necesidades y deseos propios; sentirnos y creernos responsables del bienestar y del malestar de los otros; buscar la permanente aprobación de los otros; experimentar serias dificultades para decir que no; asumir el compromiso y la responsabilidad por la conservación de las estructuras sociales; negar o evitar los conflictos; evitar agresiones u hostilidades; aceptar sin cuestionar lo que proviene de otro, seguir sus indicaciones como si fueran válidas, aun en las esferas más íntimas y propias, como la sexualidad y el propio cuerpo; someterse al sistema médico-psicológico sin cuestionarlo; no sentirnos seguras de nosotras mismas; definir destino y proyectos en función de un hombre, generalmente el marido; no registrar malestar ni cansancio en tareas de cuidado; no ser efectivas en acciones de autodefensa.

Estos mandatos configuran la imagen de la madre ideal que la cultura nos presenta como el modelo de la identidad femenina. Al funcionar tales expectativas sobre las mujeres como un mandato social, el no cumplimiento de estas prescripciones no sólo nos haría pasibles de sufrir castigos sociales como soledad, aislamiento y rechazo, sino que nos convertiría ante nuestros propios ojos, en nomujeres, no sólo inadecuadas sino degeneradas, desnaturalizadas en nuestra identidad de mujer.

* Terapeuta familiar. Supervisora general de la Fundación Proyecto Cambio y directora de los equipos PIAFF. Texto extractado del trabajo “Las conciencias de género y las terapias sistémicas”.

www.pagina12.com.ar 09/10/14