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He-Man, Freud, Toy Story, la Play, Serrat y una posible explicación a por qué nunca dejamos de jugar

Al lector no tiene por qué interesarle que aún guardo mis muñecos de He-Man, de Skeletor y de Battle Cat, aquel felino temeroso que se convertía en un animal de guerra cada vez que el príncipe Adam levantaba su espada frente al castillo de Grayskull, en Eternia. Quizás tampoco sea interesante saber que mi primer regalo del día del padre fue un Lego de Star Wars, y que intento hacer crecer una pequeña colección de Funko Pop, unos muñequitos muy populares en los Estados Unidos que son representaciones de personajes populares del cine, la música y la televisión. Quizás nada de eso le importe, pero sería bueno que retenga esa información hasta el final de este texto.

La paternidad es una de las fronteras más estrictas de la adultez, un lugar del que no se escapa. Si existen ex parejas es porque existe el divorcio, y si existen ex amigos es porque alguien cortó mano y cortó fierro. Pero, ¿ex hijos? Eso sí que no. Tener un hijo es un llamado a la responsabilidad y a la seriedad, a largar la Play y aflojar con las series porque hay que trabajar o cocinar o cambiar los pañales. Pero existe un dato casi desconocido, oculto durante años por los guardianes de lo correcto o por los que creen que la única manera posible es la propia, y es que ser papá es, de algún modo, volver a ser niño.

Hace unos pocos días, cuando me pidieron que me defina en una oración, no quise hacer una descripción histórica ni caer en ciertos adjetivos que podrían caducar mañana. Después de dudar durante algunos segundos, dije: "soy un adulto de 35 que recién ahora, y gracias a mi hijo, disfruta de Toy Story". Estrenada en 1995, Toy Story es una trilogía (hasta el momento, su cuarta parte está anunciada para 2018) de películas que cuenta la historia de un niño, Andy, y la de sus juguetes. Mientras el sheriff Woody, el guardián espacial Buzz Lightyear y el resto de los juguetes tienen una vida repleta de aventuras (pero oculta a los ojos humanos) Andy crece y deja de ser el nene que los acompañaba todo el tiempo, para empezar a tomar los compromisos del mundo adulto.
En su obra "El creador literario y el fantaseo", Sigmund Freud teoriza acerca del lugar que ocupa el juego durante la niñez, y cómo esa actividad lúdica se transforma durante toda la vida. "Todo niño que juega se comporta como un poeta, pues se crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada", dice. "El poeta" -prosigue- "hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que toma muy en serio (...) al tiempo que lo separa tajantemente de la realidad efectiva". Freud, por último, analiza cómo funciona el juego en el adulto: "El adulto deja de jugar, aparentemente renuncia a la ganancia de placer que extraía del juego".

El texto, publicado en 1908, deja afuera (por obvias razones) a la Play y las series -grandes entretenedores del mundo adulto actual- y a todo aquello que implique algo de ocio y fantasía; pero como un buen asador, deja la mejor parte para el final: "Pero quien conozca la vida anímica del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él que la renuncia a un placer que conoció".

Según Freud no podemos renunciar a nada; sólo permutamos una cosa por otra, dejamos de jugar para fantasear. O, como diría Serrat, para jugar al juego que mejor jugamos y que más nos gusta. Juegan aquellos que, muertos de laburar, ensayan canciones nocturnas y al otro día se levantan temprano con la ilusión de, algún día, grabar discos y llenar estadios. Juegan los que imaginan una novela como algo real, y los que eligen creer que los chimentos de la tarde son verdaderos. Juegan los muchachos del básquet, que ríen y se divierten en pleno partido aún cuando saben que es una competencia. Juega el de la Play, juega el de las series. Jugamos aquellos que coleccionamos muñequitos y los que no tiramos a nuestros viejos juguetes porque nos da pena hacerlo, o porque ya vendrá algún Andy a rescatarlos. Y jugamos los que, aún con 33 años de diferencia, nos permitimos descubrir una película y dejarnos llevar por la fantasía y el juego frente a la pantalla. La fantasía de que ellos tienen vida propia, y de que en algún momento Buzz los invitará a ir con él al infinito y más allá.

Leonardo Ferri

www.lanacion.com.ar   19/08/16