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Dar nombre a un niño “tiene algo de sagrado; es un bien que no ha de poder darse ni venderse, que se otorga para ser guardado”, observa el autor de esta nota; señala cómo en la elección del nombre “se entrecruzan los sueños de los padres respecto del niño que quisieran tener”, y advierte que, sobre esa base, “el niño imprimirá con su cuño su propio texto y hará suyo su nombre propio”.Por Juan Eduardo Tesone *

Nadie escapa al nombre propio. El nombre es a la vez un derecho del niño y una institución, la única institución que individualiza en un acto de reconocimiento, relacionada con las funciones simbólicas de la maternidad y paternidad. Nombrar es hacer entrar al niño en el orden de las relaciones humanas. Elegir, dar un nombre a un niño, es hacerle una donación de una historia imaginaria y simbólica familiar. Esa donación lo inserta en la continuidad de una filiación, lo inscribe en los linajes materno y paterno, hilo de Ariadna transgeneracional que le indica un camino, pero no lo traza de antemano, dado que el nombre hace de ese sujeto un ser irremplazable que no se confunde con ningún otro miembro del linaje.
Esa donación incluye algo de sagrado; es un bien que no ha de poder darse ni venderse, se otorga para ser guardado. En la elección del nombre del niño, primera inscripción simbólica del ser humano, aparece, en filigrana, el deseo de los padres. Cuando nace, el niño no es una tabla rasa, no está virgen de toda inscripción. Lo precede un ante-texto, que es también intertexto parental. El nombre deviene la traza escrita de la encrucijada del deseo de los padres. Sobre este pre-texto, el niño vendrá a inscribir su propio texto, a apropiarse de su propio nombre. Conviene entonces recorrer ese libro familiar, reconocer ese manuscrito de letras cursivas ligadas por lazos que atraviesan varias generaciones, para permitir al niño hacer suyo su nombre propio. Revitalizar nuestro propio nombre es siempre una tarea inacabada.
En el pensamiento griego, el destino es una figura compuesta, en la cual pueden destacarse tres aspectos: a) Moira, inflexible predeterminación de una existencia, palabras pronunciadas de antemano a las cuales deberá plegarse toda la historia; b) Tukhé, el encuentro (bueno o malo), el azar; c) Daîmon, el personaje interno al sujeto, ignorado de él mismo, que guía sus pasos independientemente de su voluntad. El nombre reúne los tres aspectos; condensa la necesidad y el azar; deja al sujeto la posibilidad de reapropiarse de su nombre de pila, enriquecido por las incertidumbres del azar.
En la elección del nombre de pila hay siempre un acto de creación que se recrea constantemente, a medida que el niño podrá hacer suyo su nombre. Sólo en el curso de ese proceso el nombre se convertirá realmente en nombre propio. Si en algún momento el niño hiciera un síntoma, el nombre de pila podría ser tomado como un criptograma, cuyo desciframiento se puede revelar útil para liberar al niño de un punto de anclaje necesario, sin duda, para su filiación, pero que a veces puede amarrarlo a una patología. Se atribuye un nombre a un niño, pero a veces se atribuye un niño a un nombre.
Los dos elementos del sistema onomástico moderno, común en Occidente, son el apellido y el nombre de pila. Que el apellido haya adquirido una importancia mayor en nuestro actual sistema no debe hacernos olvidar de que, en realidad, es de aparición reciente. La utilización del nombre comienza a aparecer hacia el año mil, y tan sólo durante el Renacimiento se extenderá su uso a toda Europa. Recién entonces prevalece la fórmula: nombre de pila más apellido. Sin extendernos sobre la evolución en la antroponimia moderna del uso del nombre de familia, conviene destacar que entonces (con excepción del sistema de nominación romano) había tan sólo un nombre. Ese nombre único correspondía, en líneas generales, a nuestro nombre de pila actual y no era transmisible de generación en generación. A cada niño se atribuía un nombre diferente y creado libremente por sus genitores. Las motivaciones podían estar influidas por un acontecimiento histórico de la comunidad, las características del parto o los rasgos del niño, la relación con los ancestros o, prevalentemente, por la expresión de los deseos que concernían al niño. Muy a menudo el nombre era inédito (los homónimos eran poco frecuentes) de modo que la creación simbólica de ese nombre dotaba al niño de una originalidad comparable con el patrimonio genético.
En las sociedades occidentales, el sentido de los nombres de pila se ha opacado, en la medida en que son elegidos a partir de una lista previamente existente. No es el caso en la mayoría de los pueblos de la Antigüedad o en el Africa tribal, donde el sentido de los nombres es relativamente transparente, ya que son una libre creación de quienes lo aplican, generalmente los padres, a veces con la contribución de su entorno familiar y social.
Me parece, sin embargo, que en nuestras sociedades el sentido no ha desaparecido. No me refiero al sentido literal de los nombres de pila, del cual hablan los diccionarios. Hablo de las motivaciones personales de los padres y de las condiciones mitopoiéticas de la elección del nombre de pila, que a mi juicio han pasado al registro inconsciente. Antes de nuestra llegada al mundo, una compleja red de relaciones familiares nos precede y determina, en tanto varias generaciones confluyen, de manera inconsciente, en la elección del nombre de pila del niño.
Nacido el niño, la función princeps de la familia es darle un lugar generador de alteridad. Y es por intermedio de la interpelación de su nombre de pila como el niño se va reconociendo como ser-separado-de sus padres. Responde a su nombre de pila aun antes de lograr decir “yo”.
Si el acto de nombrar puede desdoblarse en transmisión del apellido y elección del nombre de pila ¿no sería fundamentalmente a través de este último como se expresa el deseo parental? Si hay una fuerza determinante –significante–, ¿acaso no se expresa en las razones inconscientes de dicha elección? Un nombre nunca es indiferente, implica una serie de relaciones entre el que lo lleva y la fuente de la cual procede. En este sentido, el nombre de pila sólo es un nombre “propio” si se inserta en una historia simbólica familiar y social. En la elección del nombre de pila hay una inscripción y una transcripción del deseo parental. El nombre es el sedimento móvil de un mito familiar en suspensión que compromete al niño. Es el armazón, el cimiento, el zócalo de su futura identidad.
En el nombre de pila, sobredeterminado, se condensan y entrecruzan las cadenas asociativas de los sueños de los padres respecto del niño que quisieran tener. El significante de nuestro nombre contiene, en una alquimia fundadora, el deseo de nuestros padres. Sobre el ante-texto, que es también inter-texto, el niño imprimirá con su cuño su propio texto, y hará suyo su nombre propio. J. Derrida (Freud y la escena de la escritura) sugiere pensar la vida como una huella con fuerza determinante, que opera antes de que el ser exista como presencia. Si se acepta esta propuesta, se puede concebir el ante-texto que es el nombre de pila, ya no como una estatua inmóvil, tallada en la piedra una vez y para siempre, sino como una escultura cinética, que admitirá nuevas orientaciones en su movimiento, asumiendo diferentes formas en incesantes reformulaciones.
Según Ouaknin y Rotnemer (Le grand livre des prénoms bibliques et hébraïques, Paris, Albin Michel, 1993), el nombre tiene esencialmente tres funciones: de identificación, de filiación y de proyecto. J. Clerget (Le nom et la nomination, Toulouse, ed. Erès) señala que el acto de nombrar hace un agujero en el Uno del narcisismo omnipotente: ante el llamado de la ninfa Eco, enamorada, Narciso permanece indiferente, haciendo caso omiso a sus gemidos; ser llamado no hace agujero en Narciso, que prefiere morir ahogado antes que responder al llamado de su nombre.
* Autor de En las huellas del nombre propio (Ed. Letra Viva), que recibió el segundo Premio Nacional 2011 de la Secretaría de Cultura de Nación en la categoría “Ensayo psicológico”. Texto extractado del trabajo “El nombre propio en la encrucijada transgeneracional”, que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.

Perfecto Gil o Angel Máximo
Por Eduardo Said *
El embarazo suele ser el tiempo, siempre algo agitado, de decisión del nombre de aquel a venir. Agitación que provoca una embriología maravillosa que requiere ser aceptada y a su vez velada. En un tiempo se elegían con mayor frecuencia nombres de antecesores en las líneas de filiación, abuelos/as, padres. Es probable que en estos tiempos se busque mayor originalidad; tal vez sea también por eso que creemos en cierto debilitamiento de lo tradicional de la función paterna. Suele acontecer que lo original se copia y termina deviniendo moda, así se suceden cortes etarios: uno escucha Graciela, Susana, Roberto u Osvaldo e intuye que probablemente no sean coetáneos de Vanina, Roxana, Lucas o Santiago. Insiste la fórmula: “el deseo es el deseo del Otro”.
La inventiva a veces acude a prestigios, así una generación marcada por férreas convicciones pudo incrustar a algún hijo/a el nombre Vladimir o María Eva. A falta de inspiración suficiente las listas de nombres pueden googlearse (verbo reciente) como para la búsqueda de aquello que resuene al oído deseante de los progenitores. Otra evidencia de que el deseo es el deseo del Otro. Y vale escribir hoy la web como pretendido Otro con mayúscula.
La fenomenología de la adjudicación del nombre durante el embarazo muestra al mismo tiempo su valía como para amar nombrando. Operación casi indispensable. Es extraño un embarazo avanzado sin nombre propio. Aunque puede que haya cierta cautela en el uso del nombre propio a la espera de que no haya contratiempos.
Hay registros extremos de búsquedas de eficacias semánticas dirigidas: me sorprendió la tarjeta de un señor de apellido Gil, al que le pusieron de nombre Perfecto. Casi una maldad de sus papás. A un querido amigo que me permite contarlo, sus padres le eligieron Angel Máximo, para que se escuchara el lugar al que era esperado. Vaya ejemplo de “¡su majestad el bebé!”.
Me aflora un recuerdo maravilloso, al que puedo dar como ejemplo sin pudores ya que sus intérpretes no están más en este mundo. Siendo pibe me sorprendí por el segundo nombre de una señora vecina: Orutra. Luego supe que su hermana menor tenía por segundo nombre ¡Otrebla! El enigma del designio del Otro parental se develó al enterarme de que eran los nombres invertidos de sus hermanos varones: Arturo y Alberto. Para esos papás las mujeres deben haber representado, en el mejor de los casos, una especie de guante del varón.
La vida adulta está transitada por ocasiones en que el nombre propio adquiere relevancia: juramentos, ceremoniales, titulaciones, curriculum vitae, contratos varios. Y “hacerse un nombre” no es poca cosa. Pero hacer del nombre propio nombre común excede a lo común. Baste nombrar las escuelas de psicoanálisis como “freudiana” o “lacaniana” para constatarlo. Un ejemplo más barrial es la interpelación “¿Te creés Gardel?”, que como nombre común trascendió generaciones. El apellido, que pasa de generación en generación, verifica una permanencia que traspasa la individuación. Tiene algo de divertido que a los futbolistas brasileños se los conozca prevalentemente por el nombre y no por el apellido. Parece ser marca idiosincrática de un lazo social más abierto al juego y la diversión.
El destino del nombre podrá encontrar en la sepultura una forma en que la muerte del cuerpo viviente no implica la desaparición u olvido del sujeto portador del nombre. De allí lo horrendo de la desaparición sin sepultura u otros rituales funerarios. Trascender una primera muerte podrá o no estar abierto a la pervivencia del nombre hasta el ocaso en la borradura de los tiempos; segunda muerte inevitable e inmedible.
No se sabe qué dice un nombre y aun así, de eso hay que apropiarse. Se trata, como escribió Borges, de valerse de “lo que se cifra en el nombre”, que en su cálida extrañeza nos representa siempre para otro.

* Psicoanalista. Fragmento de un artículo que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.

www.pagina12.com.ar 03/11/11