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En su nuevo libro, la especialista Maritchu Seitún ofrece una guía para dotar de confianza a nuestros hijos desde su primera infancia. Aquí, un extracto del capítulo La mirada (de los padres)

Los niños crecen en la mirada enamorada de su madre. Es una frase que confirmo cada día en mi trabajo con niños y adoles­centes, en las consultas de padres que vienen a verme preocupa­dos y, también, en la vida diaria con mis propios hijos y la gente que me rodea. Podría mejorarla diciendo: mirada enamorada de la madre, del padre y personas significativas de su entorno duran­te la crianza.

Con esa mirada crece la imagen de sí mismo, la autoestima, su confianza de ser valioso y de que el mundo lo va a recibir amo­rosamente y lo va a aceptar. Crecen la fortaleza y riqueza de ese pequeño ser que va constituyéndose desde el primer día de vida sin necesidad de organizar defensas inadecuadas.

En este contexto, enamorada significa encantada, llena de amor incondicional, fascinación, aceptación. Es una frase fácil de repetir y de creer, pero no parece tan simple cuando llega el mo­mento de sostener esa mirada.

Al nacer, el bebé no sabe que es; y lo va descubriendo poco a poco a través de su entorno, que funciona como un espejo que lo refleja. Si predominan las experiencias en las que lo hacemos sen­tir valioso, digno de amor, querido, querible, único, él se sentirá exactamente así. Lo mismo ocurrirá si le mostramos que es moles­to, ruidoso, insoportable, burro, demandante... Las palabras, el lenguaje corporal y las actitudes de los padres irán moldeando la imagen de sí mismo. Esto no significa que todas las experiencias tengan que ser de este tipo, pero sí que éstas predominen en la experiencia del niño.

Revisemos (para que esto no parezca una tarea imposible) nuestras expectativas de modo que sean razonables y realistas, tanto acerca del niño como de nosotros mismos. Pueden no ser­lo por muchas razones: que traslademos nuestra autoexigencia a nuestros hijos, que sea demasiado importante para nosotros la opinión de otros (padres, abuelos, amigos, etcétera), que intentemos que nuestros hijos hagan lo mismo que hicimos nosotros, o lo que no pudimos hacer, nuestra falta de experiencia, nuestra difi­cultad para esperar que ellos maduren a su debido tiempo, nues­tra propia autoestima baja que nos hace buscar seguridad en hijos perfectos...

En primer lugar, revisemos nuestras expectativas en relación con ellos. Dice Dorothy Corkille Briggs en El niño feliz que a nadie se le ocurre tirar de la punta de una planta para que crezca más rápido. Confiamos en que, si le damos agua, aire, luz y nutrientes adecuados, ella va a saber crecer. Aunque parezca absurdo, mu­chas veces nos encontramos haciendo esto con nuestros hijos.

Veamos algunos ejemplos. La mamá dice: "Saludá, nene, a la abuela" (y piensa: O ella va a decir que yo no sé educar a mis hijos), "Dale un beso a tu maestra nueva" (a quien la chiquita acaba de conocer y mira con pánico), "Saludá al señor" (ahora el pánico es del papá porque el señor es su jefe en el trabajo).

Si le damos a un niño muchos besos sin esperar nada a cam­bio, sin forzarlo a nada, un día empezará a hacer lo mismo. Lleno de amor y de besos, y con el ejemplo que le dieron sus padres y abuelos, estará en condiciones de hacerlo. Solo, sin presiones, sin la obligación de complacer a mamá para que no se desilusione o lo deje de querer, o por miedo de hacer enojar a papá, o de entris­tecerlos, o de ofenderlos y que se alejen emocionalmente de él.

Nuestros hijos chiquitos nos necesitan, no pueden vivir sin nosotros; por eso les resulta terrible la posibilidad de desilusio­narnos, o de correr el riesgo de perder nuestro amor y cuidados. Esto los puede llevar a aceptar por demás lo que los padres les pedimos; antes de estar realmente preparados para hacerlo. Y en ese camino pierden una parte de ellos mismos.

A diferencia de lo que nos ocurre con la planta (que sabemos que va a crecer), nuestra falta de confianza en nuestra capacidad de educar y de ser modelos adecuados para ellos nos lleva a em­pujarlos hacia adelante, y perdemos la oportunidad de disfrutar sus logros. Al centrarnos en lo que falta, logramos exactamente lo contrario de lo que anhelamos: hijos con poca confianza en sí mismos.

Cuando el bebé empieza a caminar, le regalamos la zapatilla (rodado sin pedales para mover con los pies). Logra dominarla a los dos años... y ya le estamos regalando el triciclo... Cuan­do a los tres puede pedalear y desplazarse cómodamente en su triciclo, le compramos la bicicleta con rueditas... Y a los cuatro, quizás encontremos un vecinito dotado motrizmente (que ya anda en bici sin rueditas) y empezamos a forzar a nuestro hijo a dejarlas. Este es sólo un pequeño ejemplo de lo que ocurre con muchos temas en la infancia.

Disfrutemos cada momento evolutivo sabiendo que el próxi­mo va a llegar y los veremos sonreír confiados y seguros de sí mismos. ¿No es eso lo que todos soñamos para ellos?

De la misma manera, observemos nuestras expectativas para con nosotros mismos (a fin de no pretender más de lo que real­mente podemos): ser buenos padres, tener la casa perfecta, no fallar en el trabajo, son presiones difíciles de sostener con hijos chiquitos; y, sin darnos cuenta, podemos hacerlos responsables de nuestros fallos en esas áreas.

Un ejemplo: los chiquitos tiran los vasos (especialmente los llenos) por mil razones. Porque son torpes y no tienen el esquema corporal consolidado, porque jugar es más importante para ellos que la alfombra, porque su capacidad de atención todavía es limi­tada, porque el enojo puede dominarlos hasta hacerlos tirar el vaso a propósito. Una mamá demasiado exigente (consigo misma y, en consecuencia, también con su hijo) se va a enojar mucho; y luego se va a volver a enojar con él porque, al tirar el vaso y hacerla enojar, la hace sentir una mala mamá. ¡Es demasiada responsabilidad para un solo niñito!, ¡y también para una sola mamá!

Los chicos crecen y, con seguridad, volveremos a tener la ropa impecable y los muebles perfectos. Mientras son pequeños, lo central es que tengan ese calorcito que sólo da la confianza de ser queridos tal cual son, de ser aceptados; de saber que sus padres están encantados con ellos.

www.lanacion.com.ar 29/05/11