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Por Beatriz Janin *

Las familias violentas son generalmente muy cerradas, sin intercambio fluido con el resto del mundo. Los vínculos intrafamiliares son de pegoteo y desconexión afectiva. Cada uno está aislado, absolutamente solo, y a la vez no se puede separar de los otros. No hay espacios individuales y tampoco se comparte. Todo es indiferenciado y el contacto es a través del golpe o a través de funcionamientos muy primarios como la respiración, la alimentación o el sueño. Así, cuando una familia se puede abrir al mundo y establecer redes con otros, generalmente la violencia disminuye.

 

A veces, el hijo, su cuerpo y aun su pensamiento son vividos como algo propio que se puede manipular a gusto. Otras veces, se supone que el hijo viene a salvarlos. Cuando esto, inevitablemente, se rompe, la ruptura de esa imagen puede resultar intolerable.

Hay situaciones que suelen funcionar como desencadenantes del maltrato. Una de ellas es el llanto del bebé. En tanto hace revivir la propia inermidad, el desamparo absoluto, este llanto puede ser insoportable y se puede intentar acallarlo de cualquier modo. Un adulto que no tolera su propio desvalimiento puede entrar en estado de desesperación e intentar expulsar lo intolerable golpeando a un niño, tratando de silenciarlo. Del mismo modo, después, intentarán eliminar toda exigencia del niño, todo lo que los perturbe. Y los niños son siempre perturbadores.

Otro posible desencadenante de maltrato es el comienzo de la deambulación. La separación puede ser vivida como catastrófica por el adulto, y lo incontrolable del niño que se mueve solo puede desatar respuestas muy violentas. Mientras el bebé no puede alejarse voluntariamente, los acercamientos y distancias son marcados desde la madre. Si ella ubica al niño de acuerdo con el juicio de atribución (es bueno si es parte de ella misma; es malo si es ajeno a ella), al cobrar autonomía el niño pasa a ser un atacante externo, un demonio incontrolable. Las palabras de la mamá de una nena con dificultades en el aprendizaje ilustran esta situación: “Nunca puede estar quieta en un lugar. De beba era un ángel. Comía y dormía. Empezó a gatear a los siete meses y a caminar a los diez meses. De ahí no he tenido descanso. Yo la encierro en el baño y se escapa, le pego y le pego y vuelve a moverse...”.

Un tercer momento que puede desencadenar maltrato es el control de esfínteres. Las dificultades pueden ser vividas como ataques, como desafío a la omnipotencia parental. El clásico “me lo hace a mí”.

El cuarto momento es la entrada a la escuela. Que el niño falle puede ser vivido como terrorífico. Cuando los padres no se ubican como diferentes del niño, pueden querer matarlo, como si fuera un pedazo de ellos que no les gusta. Los propios deseos, las inhibiciones, lo otro interno insoportable se presentifica muchas veces en uno de los hijos. Entonces hay que censurarlo, ubicarlo como un extraño. Curiosamente, el hijo con el que la identificación es mayor es el que moviliza esta intensidad del rechazo. Lo propio visto como ajeno, como otro, aparece como siniestro.

¿A quién maltratan cuando se maltrata a un niño? Generalmente, a lo insoportable de sí mismos, a aquello que quisieran destruir en sí mismos y retorna desde el otro.

Hay diferentes tipos de maltrato. Está el maltrato por exceso, donde el dolor arrasa con el entramado psíquico. Se trata de estímulos de los que no se puede huir, ya sea porque son sorpresivos y atacan de golpe o porque se está apresado en la situación dolorosa: el padre o madre que tira al chico contra la pared o que le pega sin parar durante mucho tiempo.

Está el maltrato por déficit: ausencia de cuidados, de contención. Es el caso de los niños abandonados, que quedan a merced de las propias sensaciones y exigencias internas. Se produce una imposibilidad de elaborar la ausencia en tanto no hubo sostén ni presencia materna. Son traumas por vacío.

Hay también otros tipos de maltrato: cuando se fuerza a un niño a quebrar sus soportes identificatorios o se desconocen sus posibilidades y su historia. Las amenazas, la denigración permanente –“sos un desastre”, “sos tonto”, “sos malo”– o las exigencias desmedidas dejan marcas de dolor.

A veces se hace con un niño lo que se hacía en los campos de concentración: quebrar sus parámetros identificatorios. Por eso, los testimonios de personas que estuvieron sometidas a situaciones de extrema crueldad, donde la vida dependía permanentemente del poder de un otro, pueden ayudar a pensar en lo que ocurre con aquellos niños sometidos a maltrato, muchas veces desde los primeros momentos de la vida. Lo fundamental en esas situaciones es deshumanizar al otro, reducirlo a la pura necesidad –por ejemplo a través del hambre extrema– para erradicar cualquier posibilidad identificatoria por parte de los ejecutores de la violencia. También se le quita todo aquello que lo identifique como alguien en particular: su ropa, sus pertenencias, aun el nombre, que pasa a ser un número. Y se le impone el dominio absoluto: el torturador tiene la vida del otro en sus manos, decide acerca de la vida y la muerte. Sin embargo, si alguien ha construido a lo largo de su vida ciertos parámetros internos, de los que no se lo puede desposeer –los otros no pueden ejercer poder sobre los pensamientos–, es posible que, pese al ataque externo, pueda sostenerse internamente.

Pero un niño difícilmente pueda diferenciarse del contexto. La violencia es en él un interno-externo indiferenciable. A diferencia de un adulto, que tiene la posibilidad de contrastar su memoria con el presente, el niño no ha podido construir todavía una historia que le permita oponer otras representaciones a las que irrumpen en forma de maltrato. Rosine Crémieux, una psicoanalista que estuvo en campos de concentración nazis, dice que, en su experiencia, la fuerza del lazo entre el niño que fuimos y nuestros padres es un elemento determinante del comportamiento en el campo, de las chances de sobrevida, en tanto contribuye a reforzar el deseo de vivir. La identificación a los padres nos permite cuidarnos como ellos lo hubieran hecho, mirarnos como si fuéramos ellos. Crémieux cita al escritor austríaco Jean Améry (que participó en la lucha contra el nazismo y fue torturado por la Gestapo), para sostener que “uno de los elementos constitutivos del psiquismo es la esperanza de obtener ayuda externa”.

Cuando un niño sufre maltrato generalizado –de todos los miembros de la familia y también de la sociedad– y por ende no hay nadie de quien esperar ayuda externa, ¿qué efectos de desfallecimiento psíquico puede traer esa desesperanza?

* Texto extractado de Intervenciones en la clínica psicoanalítica con niños.

www.pagina12.com.ar 04/07/13